La eternidad del reloj.
Partió una mañana calurosa de noviembre. Existía el dolor en su alma, en
su mente, en su corazón. Todo pesaba, como el vacio que se había apoderado de él.
Esa mañana no fue a trabajar, ¿Para qué hacerlo si ya no tenía vida? ¿Qué
sentido tenía barrer las flores secas de un cementerio si el próximo morador
iba a ser su padre? ¿Para qué agotar las
gotas de su sudor, para que lastimar sus manos con escobas, palas y alambres
que perforaban con rudeza sus dedos si las sombras de la tristeza y la
impotencia lo acechaban?
El sentía que tenía un sueldo que era un sueldo de pobre para ser más
pobre. Trabajar no era importante para él, menos, lo seria ese día. Ni siquiera
importó el peso de los amores que nunca tuvo, el siempre decía: “la soledad
zapatea en mis huesos”. Nada era relevante en su vida, o eso él creía.
Porque una cosa si importaba, mucho más ese día: el momento en que su
pequeño hermano le regaló un reloj a su padre en el instante que se cerró el
ataúd, en el suspiro de la última despedida de la vida.
Han pasado los años y aun se pregunta si ese reloj de color verde seguirá
marcando los segundos, los minutos, las horas… el tiempo que ya no es tiempo… sino que es eternidad.
Y sueña con tener alguna vez la oportunidad de preguntarle a su padre:
“Papá, ¿Qué hora es?”
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Todo era inconmensurablemente insignificante.
Todo era inconmensurablemente
memorable, relevante y valorable.
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