domingo, 16 de diciembre de 2012



Me han visitado, otra vez, las dos parejas de
loros barranqueros, lo sé, porque aun están
esparcidas en mi patio los restos de las
semillas destrozadas de mis desnudo paraíso,
en un momento donde el viento de agosto se
presenta en junio.
Mi casa, al costado de una llamativa encrucijada
de seis bocas de calle, se alivia del ruido de un
somnoliento tráfico y solo un motor de un aeroplano
me hace recordar que aun estoy vivo en una siesta
de sol y aburrimiento.

Y de repente pienso en mi padre y su espontaneidad,
su sonrisa, su sabiduría, su inteligencia y su piel áspera
y dura de sus manos que acariciaban la piel suave de
un niño de nueve años.

Todo se derrumba, como aquella sombra mora que
plantó mi abuelo y por cincuenta años vivió en mi
patio y que fue arrasada por un viento sin piedad y
sin sentimientos por la vida.
Mi  padre, lágrimas extendidas en borbotones,
lloró  por ese árbol que había dado sombra y paz
en una existencia de juegos e historias.

El sol calienta sin tregua en un enero de calor intenso.
Espero junio para que vuelvan los loros barranqueros
a mi patio desolado y abandonado que una vez perteneció
a mi padre.

Y me encuentro con un presente que no existe, busco  
en el pasado para encontrar la sensación de un recuerdo
de que tuve un padre que me cantaba Tiempos Viejos.
Y en esa búsqueda, encuentro una foto de él en un libro
y la esperanza. Y de lo feliz que alguna vez fui.





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