sábado, 5 de enero de 2013

Luna


Su pelo rubio cae sobre su cara
Su cara se ve reflejada en el vidrio
En el vidrio se refleja la luna
La luna es iluminada por sus ojos
Ella es alta, su piel inalcanzable
Una vez me miró
Una vez me sonrió
Y por única vez fui luna.

miércoles, 2 de enero de 2013



Suave amanecer en el llano, donde  las mariposas monarcas sobrevuelan las flores.
Mis manos se deslizan por las ondulaciones caprichosas de la creación y su piel queman las yemas de mis dedos.
A lo lejos un Benteveo dice pitojuan,  canto elemental que nos llega por la brisa del alba.
Ella, me encandila con sus ojos verdes, que impregnan en mí un hechizo irresistible.
Y  así deseo su piel una y otra vez, como las rosas desean las refrescantes lluvias de verano.

Y el tiempo pasa…
Y el sol se oculta tras los maizales…
Mi  incredulidad me exaspera.
Sin entendimientos de porque ella está conmigo,
invoco a los dioses para una repuesta
Las señales son extrañas…
Una sonrisa, un beso, un te amo…

Suave anochecer en el llano
Las  luciérnagas sobrevuelan la flor…
Su piel aun queman las yemas de mis dedos...






Regalo de Dios.
Regalo de Dios, si me habrás movido la cola para decirme te quiero.
Las lágrimas se deslizan por mi cara, con un destello de muerte y dolor, que  recorren mis venas y llegan a mi corazón, que una vez fue esperanza de un amor que me brindó un perrito que no era mío.
Una noche se fue.
Una tarde supe que no me había despedido de él.
La frialdad de la tecnología me muestra una foto en un teléfono que no es mío,un recuerdo que no podré tener. Aun así, mi extraña tristeza, busca en rincones insospechados, para obtener un recuerdo que no duela tanto  su partida.
¡Qué inexplicable pasión tienen las tardes de agosto!
Dolor por un pequeño de cuatro patas.
Un perrito que era perrita, deja la alegría para dar aviso que entre lo absurdo y lo insignificante van de la mano, hasta que alguien te mueve la cola para decirte “Te quiero”.
A veces, sin darnos cuenta, tenemos un Regalo de Dios.




La eternidad del reloj.
Partió una mañana calurosa de noviembre. Existía el dolor en su alma, en su mente, en su corazón. Todo pesaba, como el vacio que se había apoderado de él. Esa mañana no fue a trabajar, ¿Para qué hacerlo si ya no tenía vida? ¿Qué sentido tenía barrer las flores secas de un cementerio si el próximo morador iba  a ser su padre? ¿Para qué agotar las gotas de su sudor, para que lastimar sus manos con escobas, palas y alambres que perforaban con rudeza sus dedos si las sombras de la tristeza y la impotencia lo acechaban?
El sentía que tenía un sueldo que era un sueldo de pobre para ser más pobre. Trabajar no era importante para él, menos, lo seria ese día. Ni siquiera importó el peso de los amores que nunca tuvo, el siempre decía: “la soledad zapatea en mis huesos”. Nada era relevante en su vida, o eso él creía.
Porque una cosa si importaba, mucho más ese día: el momento en que su pequeño hermano le regaló un reloj a su padre en el instante que se cerró el ataúd, en el suspiro de la última despedida de la vida.
Han pasado los años y aun se pregunta si ese reloj de color verde seguirá marcando los segundos, los minutos, las horas… el tiempo que ya no es tiempo…  sino que es eternidad.
Y sueña con tener alguna vez la oportunidad de preguntarle a su padre: “Papá, ¿Qué hora es?”
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Todo era inconmensurablemente insignificante.
Todo era inconmensurablemente  memorable, relevante y valorable.